AMIGOS DE CIUDAD8 de agosto de 2007
Hace años, cuando era un niño, tenía un amigo. Inseparables.
Cada día al salir de clase camino de casa, con un fondo de conversaciones interminables sobre un presente teñído de sueños futuros, explorábamos la ciudad entre carreras, retos y peleas.
Con él el primer pitillo, el primer perro aparentemente mudo, y los primeros pechos desnudos. La primera decepción y la primera angustia. Y con él, liberados astutamente de todas las vigilancias, el primer riesgo.
Y cuando la caza de gatos, el colarse en el cine, la búsqueda arqueólogica, y los trucos para no pagar en la salas de juegos nos dejaban saturados, nos adentrábamos en aquel barrio de hombres anónimos, exuberantes mujeres y niños inexistentes en el que, por una comprensible e incuestionable razón, no debíamos ir y al que siempre queríamos volver.
Los años pasaron. Quedan sólo algunos sueños. El tiempo nos mostró, por turnos, como golpea la vida, y con idéntica cadencia, por turnos, sentimos la presencia del otro en cada envite.
Hoy, como casi todas las semanas, hemos quedado para tomar unas cervezas.
Igual que entonces, cuando vamos a vernos el reloj parece caminar más despacio.
Tomás, mi amigo, murió el pasado miércoles.
Nuestro reloj se ha detenido para siempre.