Desde niño soy un lector apasionado de las aventuras de Tintín y su increíble perro Milú.
Fusco, a diferencia del perro belga, le echa mucha cara.
Habla mucho, filosofa más pero no hay manera de hacerle levantar el trasero para que recoja una pelota. Tampoco le hables de rastrear una pista para encontrar el camino cuando vamos al campo - la última vez que se dio el caso me recomendó una marca coreana de GPS - y tengo la impresión de que si alguna fría noche me asaltan en la calle, él se alejaría parsimoniosamente para no perder detalle y poder explicarme después lo necios que somos los humanos resolviendo nuestros conflictos.
Milú estaba atento a su amo, le regalaba con su alegre y rápida devoción y, por encima, en cada episodio le salvaba la vida por lo menos en tres situaciones difíciles.
A veces pienso que preferiría tener otro perro.
- ¿Sabes? - dice Fusco interrumpiendo mi pensamiento.
- ¿Qué quieres ahora? - Le digo yo, pensando que lo último que me hace falta es otra de sus ingeniosas impertinencias.
- Nunca te cambiaré por otro amo.
Y mientras me dice esto se acerca desplegando una irresistible caída de ojos, se sube al sofá y apoya su cabeza en mi regazo.
A veces pienso que preferiría tener otro perro, pero sólo me dura unos segundos