Como todas las tardes, Fusco y yo salimos a dar una vuelta. Yo me relajo, él otea mestizas.
De regreso a casa, a pocos metros del portal, el chirrido agudo de unos frenos me obliga a voltearme para ver como un coche está detenido a aproximadamente cuarenta y siete centímetros de un montón de naranjas que se desparraman sobre el asfalto. Una mujer oculta tras una pastina de color verde imperio brasileño recoge la fruta agachada sobre su pierna derecha. Sus delgados brazos rematan en cinco dedos perfectamente cinceladas que se mueven con la armonía de un ballet clásico ucraniano mientras aprehenden los levantinos frutos.
Acerco mi mano a una naranja no muy pesada -unos ochenta y tres gramos - la tomo y se la ofrezco a la mujer.
Un latigazo recorre mi miembro, y otro a mi miembro inferior izquierdo, no sé si es la ciática o simplemente la somatización de la sorpresa. Me levanto y confirmo que es lo segundo.
Reconozco esa piel amelocotonada color chocolate al 99% de cacao y esos ojos que parecen el negativo de una foto tomada al sol de mediodía en una isla de Vanatú.
Es una antigua novia de adolescencia. Hace tres años y cinco meses y medio que no la beso.
Me mira, me sonríe, me habla.
-¿Qué has hecho todo este tiempo?
-No mucho, ya ves - en ese momento, con una risa entre estúpida e idiota y decididamente nerviosa, trato de buscar a Fusco que está tumbado en la acera observando la escena con un rostro de aburrida incredulidad.
- ¿Me amaste?
En ese instante me doy cuenta de algo: hay vida en otros planetas.
Si es la casualidad lo que puede explicar esto, más sencillo es que se combinen todas las variables necesarios para crear una bacteria en una luna de Mercurio.
- A decir verdad...
- Calla - me interrumpe poniendo sobre mis labios un dedo que envía un misil a mi bulbo olfatorio en donde estalla en un millón de recuerdos gozosos.
- No quiero que me contestes - prosigue - Tengo que confesarte que durante años he vivido con la amargura del pecado en mi pecho. Yo te utilicé.
Sus enormes ojos se llenan de un brillo hipnótico. No existe nada aparte de su rostro y la música de su voz. No veo ni al autobús, ni a los dos motoristas de la pizza, ni la ambulancia del 061 que con sus sirenas enmudecidas intentan hacerse paso en el atasco.
- Desde niña sentí la llamada de la fe. Siempre quise ser monja pero mis esculturales formas, unidas a la perfección de mi rostro me jugaron desde la adolescencia una mala pasada. Clarisas, hospitalarias, descalzas, escolapias y trinitarias, todas, una tras otra dudaban de mi vocación y me recomendaron que antes de decidirme debía vivir y comprobar si realmente estaba destinada a una vida frívola como la que tienes tú, o por lo contrario mi meta estaba a otras alturas - mientras lo dice mira al cielo-
Me lancé a la vida, te me apareciste en aquel campeonato de mus y pensé que tú con tu locuaz seguridad, tu enorme atractivo sexual, tu inteligencia y belleza masculina podrías, por fin despejar mis dudas decantándome por la vida mundana. Salimos juntos te conocí de verdad, abrí los ojos, miré, vi y al cabo de tres semanas te abandoné y entré en el convento.
Ahora soy monja seglar postulante y soy feliz. La mitad masculina de la humanidad me ha perdido, pero gracias a ti Dios me ha ganado. Que Dios te bendiga y a mi me perdone.
Y aquella gacela de ébano, ahora transformada en virgen moreneta se aleja hacia la acera con su bolsa de plástico llena de naranjas.
Fusco se acerca reanimandome con inocentes mordeduras y entre pitidos e insultos nos acercamos a la acera.
- Tranquilo - me dice - no te preocupes por tu ego. No debe agobiarte perder lo que ya no tienes.